El rey sin corona del tenis mundial
Juan Carrá para Revista Caras y Caretas
Ilustración: Osvaldo Révora
Empezó a entrenar de muy chico de la mano de su papá y, a fuerza de constancia y disciplina, forjó un estilo único y desplegó su talento a tal punto que popularizó el tenis en la Argentina. Pronto a cumplir 73 años, Guillermo Vilas integra el podio de los grandes orgullos del deporte nacional que trascendieron fronteras para ser parte de la historia.
Una mujer cualquiera, un ama de casa, supongamos que se llama Esther, está acostada en la cama por prescripción médica. Lleva ya un par de meses en reposo. El embarazo en curso tiene algunos problemas, una leve pérdida que el obstetra le dijo que podría superarse así, manteniéndose acostada, sin hacer esfuerzos hasta que la anomalía desaparezca. Y Esther, que ya tiene una hija de dos años, quiere cuidar ese embarazo más que nada. Pero se aburre. Acostada todo el día, solo le queda leer alguna revista, charlar con su madre o su abuela, quizá con alguna de sus hermanas, y mirar la tele. A Esther no le gusta tanto el deporte, pero desde hace un tiempo, desde que está ahí, en la cama, aburrida, añora que llegue el momento para ver a Vilas. El televisor blanco y negro, de tubo, gobierna los pies de la cama. No le gusta el tenis, incluso no sabe mucho de ese deporte que le resulta lejano –no es el boxeo o el fútbol que tanto le gustan a su marido– pero hay algo en el despliegue de ese hombre de vincha y pelo largo que la cautiva. Es septiembre de 1977, Guillermo Vilas está en el que será el mejor año de su carrera profesional. Ya se coronó campeón de Roland Garros, máximo torneo sobre polvo de ladrillos, su cancha preferida, arrasando en la final al estadounidense Brian Gottfried. Pero ahora está en otra pista, enfrente también un yanqui, con el que se disputa la corona a mejor jugador del mundo: Jimmy Connors. Esther está nerviosa. Es la final del último Grand Slam del año. No puede creer que el primer set se le haya ido tan rápido a su jugador preferido. Solo pudo arrancarle dos games. Pero ahora, Vilas parece estar en plena remontada. Se impuso 6-3 en el segundo y se llevó el tercero en un tie-break para infarto. Esther teme que los nervios perjudiquen el embarazo, pero no puede dejar de sentir que tiene que estar ahí, del otro lado de la pantalla, tensa como el encordado de esa raqueta que blande el crédito argentino. Ahí está ella, una más entre los millones de argentinos, una buena marplatense que banca a otro marplatense (aunque haya nacido en Buenos Aires), y ahí se queda contando, sufriendo, punto a punto hasta que Vilas se impone categórico en el cuarto set y se queda con la corona del Gran Premio de los Estados Unidos.
Meses después, Esther tiene a su segundo hijo, un varón al que llama Juan y que de chico jugará con una raqueta de plástico y una vincha sosteniéndole el pelo a lo Carlitos Balá, diciéndole a todo el mundo que quiera escucharlo que él es como Guillermo Vilas.
“Nunca estuve más solo en mi vida que cuando fui el número 1 en 1977 –dirá Vilas adjudicándose incluso la corona del mejor del mundo–. Era un cardo. Solo, solo. La gente puede pensar que fue un año espectacular: yo deseaba que terminase rápido.”
JUNTO AL MAR, CONTRA LA PARED
Pega, Guillermo, pega con más destreza que fuerza y la pelota viaja con tanta firmeza que no parece salida del drive de un niño que estrena una Sarina Children. Su padre, José Roque Vilas, se la regaló con el deseo de que Guillermo le dé al frontón mientras él juega en la cancha central con algún amigo. Y Guillermo pasa horas ahí, el aro de madera parece un rayo amarillento que corta el aire. La pelota viaja, pega arriba de la línea y le vuelve al lugar justo donde la espera para volver a pegar. A veces de drive, a veces de revés. El mar ruge de fondo, a poco de la Base Naval. El Club Náutico de Mar del Plata tiene ahí, en el frontón, una promesa, un crédito local que ilusiona y eso lo saben todos, incluso su padre. No es solo esa técnica que Guillermo muestra desde los 5 años, es también la conducta. Ya a los 11, bajo las órdenes de Felipe Locicero, disfruta de los entrenamientos, de alimentarse bien, de dormir temprano para estar temprano en el club embadurnándose las zapatillas blancas del polvo rojizo de la cancha. En 1965, con 13 años, es el modelo a seguir para los otros pibes que se prueban en el tenis, incluso para su mejor amigo, Ernesto Ruiz-Bry, que a veces solo va al club para verlo entrenar. Juntos integran la primera delegación del Club Náutico que viaja a Buenos Aires para participar en el Torneo Nacional. Es imposible imaginar para ese pibito que tiempo después, al inicio de los 80, será el que acompañe a su amigo Guillermo por el mundo, ya como entrenador, para verlo brillar en las ligas mayores.
DE MAR DEL PLATA AL MUNDO
Mar del Plata empezó a quedarle chico. No solo ya no tenía rivales que soportaran su nivel, sino que estaba lejos también del epicentro del tenis. Necesitaba un salto de calidad. Así, en 1967, cambió el Náutico por el Buenos Aires Lawn Tennis para sus entrenamientos y como junior empezó a disputar el torneo tradicional Orange Bowl. Su primera participación lo dejó en el camino como singlista en octavos de final y fue campeón en dobles. Al año siguiente logró el título en singles ante el mexicano Emilio Montaño y la confianza que necesitaba para seguir intensificando sus entrenamientos.
Vilas ya era cosa seria y por eso, en 1970, fue convocado para formar parte del equipo de Copa Davis, antes incluso de su debut como profesional en el circuito de mayores. Entonces, un punto de inflexión. El joven Guillermo Vilas ya no es solo una promesa del tenis argentino, es una realidad. El número 1 en el ranking nacional lo confirma. Y por eso tiene que elegir o el Derecho –quizá la carrera elegida para seguir los pasos de su padre como escribano– o el deporte al que viene dedicando su tiempo casi por completo: con 18 años no duda, el tenis es el camino que quiere para su vida.
Así, en 1969 debuta como profesional en el torneo de mayores Grand Prix de Buenos Aires. Los buenos resultados van en ascenso. Pero los títulos tardan un poco en llegar. En 1973, en su casa, Buenos Aires, sobre polvo de ladrillos, logrará el triunfo histórico contra Björn Borg. El sueco se impone en un marcador muy ajus tado, pero una lesión lo retira del encuentro. Entonces Vilas, también acunado por la suerte, conquista su primer logro en el camino a la gloria eterna.
EL LUJO SUDACA
Un caño. La expresión de la belleza. La bola que pasa por entre las piernas y antes de tocar la pista se encuentra con la raqueta. Así de sutil, el movimiento que casi siempre termina en un globo defensivo. Es simple: correr de espaldas a la red hasta que la bola esté ahí, a centímetros del polvo de ladrillo o el césped o el sintético, eso no importa, porque no importa en qué pista sea, la bola nunca tiene que tocar el suelo sino encontrarse con el encordado tenso agitado por la muñeca mientras el jugador gira la cintura hacia atrás solo para ver si efectivamente la bola asciende, vuela, o se queda ahí, atrapada, en la red. Nada de esto debió haber pensado Vilas cuando inventó la “Gran Willy”, solo llegó e hizo lo que pudo, lo que para su talento resultó natural, para darle a la bola, porque para el cada pelota es un partido aunque se tratase de una exhibición. Corría 1974; del otro lado de la red, Wanaro N’Godrella. Pero la magia no quedará solo en la lógica de la exhibición: en 1975, en Indianápolis, Vilas ejecutará la Gran Willy por primera vez en un partido oficial, ante Manuel Orantes.
Con este golpe maestro dejará registrada su huella para siempre ya no en las estadísticas sino en un lujo extraordinario que marcaba la calidad de su juego. Con los años contará que se inspiró en una publicidad de un whisky donde el polista Juan Carlos Harriott daba con su taco un golpe hacia atrás, por entre las piernas de su caballo.
MÚSICO Y POETA
No es casual que sea Vilas el creador de un golpe como ese. Hay algo desfachatado, también, en intentarlo. Algo que quizá le llega de la vena del rock, otra de sus pasiones. En aquel año 77, tan emblemático en su carrera, Luis Alberto Spinetta pudo verlo jugar por primera vez en vivo.
–La sensación que tuve es casi inexplicable, parecía que era una banda de rock and roll tocando en lo mejor de una noche. El shot de Vilas, el sonido de la pelota golpeando contra la raqueta era similar al de un baterista, me pareció que era John Bonham tocando al mango en un escenario –dijo el Flaco ante los micrófonos de la prensa que se sorprendían viéndolo ahí, deslumbrado no solo por el juego de Vilas sino por su “desplazamiento físico y la fuerza que tiene lo que hace Guillermo, tiene muchísimo que ver con lo que hacen los músicos de rock… se está destilando una energía que muchas veces atrapa a la gente y la puede inmovilizar o hacerla mover de una manera opuesta. Inclusive, le comenté a Guillermo Vilas que era paradójico que tanto la forma de una raqueta como el hecho de que tenga cuerdas se asemeja muchísimo a una guitarra”.
El vínculo entre Spinetta y Vilas no se queda en esta anécdota. Tan amigos llegaron a ser que Willy fue elegido padrino de Dante, el hijo varón del Flaco. Pero también fue Willy el que le abrió al líder de Almendra y Pescado Rabioso la posibilidad de grabar, en 1978, en los Estados Unidos, un disco en inglés: Only Love Can Sustain (Solo el amor puede sostener). Para ese long play, los amigos compusieron el tema “Children of the Bells”. Más allá de la pasión con la que ambos emprendieron el desafío, el disco no fue lo esperado y Spinetta siempre prefirió olvidarlo, dejarlo perdido dentro de su extensa carrera.
Una muestra más de la amistad entrañable que se reflejaba en el trabajo artístico de ambos es el prólogo al poemario que Vilas publicó en 1981, Cosecha de cuatro, su tercer libro, el segundo de poemas. Allí, puede leerse “Impotencia”: “Tiempo que se fue, / que se agranda, / pero que se aleja. / Tiempo que se va / de mi realidad, / y que no vuelve jamás. / ¡Tiempo vivido, /quiero apresarte! / Y te escurres, / sin sentimientos, / por mis dedos de cera”. Ya en los 90, lejos del tenis, Vilas también se dará el gusto de dedicarse de lleno a la música. Tres discos alcanzó a editar: Milnuevenoventa, Dr. Silva y Guillermo Vilas. Muy lejos del éxito que alcanzó en las canchas, el arte le resultó esquivo. Incluso, por momentos, fue criticado por exponerse y siempre fue solo un tenista intentando hacer otra cosa.
JET SET
Abril de 1982. La dictadura militar argentina se embarca en una locura mesiánica: recuperar las islas Malvinas. Mientras todos en el país están atentos a las noticias manipuladas por el aparato de propaganda dictatorial, Guillermo Vilas, número dos del mundo, llega a Mónaco para disputar el Master de Montecarlo. No es el único argentino. Como cabeza de serie, también llega José Luis “Batata” Clerc, número tres del ranking. Se conocen muy bien, no son amigos. Todo lo contrario, aunque les toque compartir equipo e incluso pareja de dobles en la Davis. Así, peleados y todo, sin dirigirse la palabra, llegaron a la final en 1981. Pero eso quedó atrás, ahora los dos son parte del cuadro inferior del torneo con más glamour del mundo. Como mucho podrán enfrentarse en la semifinal. Y eso es lo que pasa. Se enfrentan. La cancha de polvo de ladrillo se convierte en un campo de batalla entre compatriotas. Para Vilas no era un partido más, no solo quería dejar atrás alguna posible duda de quién era el mejor de los argentinos, sino que tenía la sangre en el ojo desde el año anterior cuando se enfrentó en la final con Jimmy Connors. El domingo había amanecido totalmente nublado, los meteorólogos daban alertas de lluvias y la lluvia no tardó en darles la razón. Entonces la final se postergó y el lunes, a pesar de que la tormenta no parecía darles tregua, intentaron disputar el partido en un momento en el que dejó de caer agua. 55 minutos se jugaron. El marcador estaba igualado en cinco games en el primer set. Vilas al saque 0-15 y entonces otra vez la lluvia y la suspensión. Pero esta vez para siempre. Así Willy obtenía otro récord en el tenis: sería uno de los dos jugadores, únicos, que en la historia del deporte blanco empataron un partido. Pero eso había quedado atrás: Vilas tenía frente a Clerc la chance de meterse en otra final y repetir el título que había ganado por primera vez en 1976. El primero se lo llevó 7-6 en el tie-break, el segundo fue 7-5. Clerc se iba así de Mónaco mientras Vilas aguardaba a otro de sus eternos rivales, el estadounidense Ivan Lendl. El despliegue tenístico de Vilas fue intenso: 6-1 en el primero, 7-6 en el segundo y 6-3 en el tercero.
El himno argentino sonaba en los televisores del país, no eran ya los comunicados de la dictadura con los supuestos partes de la guerra. Se trataba de la premiación en la cancha central de Montecarlo. Vilas de pie, el pelo largo de rulos, la sonrisa dibujada, los brazos en jarra a la espera, fija la vista en el paso firme y elegante de Grace Kelly. Ya no es la chica que Hitchcock había elegido para éxitos como La ventana indiscreta o Atrapa a un ladrón. Es la princesa de Mónaco desde que se casó, en abril de 1956, con el príncipe Rainiero III de Mónaco. El saco negro, anteojos de sol a la moda, el pelo rubio tenso en un rodete que se asemeja, a los ojos de cualquier argentino, al de Eva Perón. Lleva en la mano la copa de plata para el campeón. Vilas, transpirado, la acepta. El sol brilla en el trofeo.
La noche del principado era mucho más que una noche. Quizás el lugar donde las estrellas del mundo brillan con más intensidad. Y Vilas está ahí, una vez más, como campeón, en Jimmy Z, festejando. La familia real también está ahí. No solo la princesa Grace, también su hija Carolina. Ahí se vieron, ahí se gustaron, pero fue en el restaurante chino Le Mois que empezaron un romance que duraría poco, pero que los tendría en las tapas de las revistas como la pareja del año. Los flashes se multiplicaban. Ya no en la cancha. Todo parecía una luna de miel permanente, a pesar de que los príncipes no pensaban lo mismo. Pero la tragedia le puso fin a la novela rosa. El 13 de septiembre de 1982, en un accidente de tránsito, la princesa Grace Kelly murió. A Carolina le tocaba asumir, entonces, un rol político que le ponía fin a su romance con el tenista. Para Vilas, ese año sería su último a la altura de su historia.
EL HONOR DESPUÉS DEL HONOR
El retiro llegó en 1989, aunque en 1992 intentó volver sin mucho éxito. Tenía 40 años y el tenis ya no era solamente un deporte de buena mano y destreza. El físico, la velocidad, empezaba a marcar la cancha. Atrás quedaban los años de gloria. Entonces vino la música, los intentos empresariales que no le fueron del todo agradables y la esperanza de alguna vez ser convocado como capitán del equipo de Copa Davis. Algo que nunca pasó: sus tensiones permanentes con los dirigentes del tenis, dicen, lo dejaron afuera de toda carrera. En 2022, por iniciativa del periodista deportivo Eduardo Puppo, Vilas fue nombrado capitán argentino honorario de Copa Davis y embajador mundial del tenis argentino. En ese entonces, a la distancia por problemas de salud, Vilas dijo: “Lo acepto y agradezco, no importa si llega tarde o temprano en mi vida, lo que importa es que se acuerden. Siempre traté de comportarme bien mientras representaba al país, haciendo lo mío o por la Copa Davis, una competencia que amé. No son las ironías del destino, para mí es más que simbólico y lo valoro por el respeto con el que me otorgan estas distinciones”.
Fue el mismo periodista que, en 2014, junto a un matemático entregaron un informe estadístico detallado de los partidos entre 1973 y 1978 para demostrar que Vilas debía ser reconocido como el número 1 del mundo del ranking ATP durante cinco semanas de 1975 y dos de 1976. Nunca se oficializó ese galardón, pero, como tantos otros ídolos caídos del deporte nacional, alcanza con saber, con tener los datos para construir la certeza de que fue el más grande de todos y era argentino.
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