miércoles, 24 de septiembre de 2025

El silencio de María Soledad











El silencio de María Soledad


Luciana Rosende y Gustavo Sarmiento


Caras Y Caretas





Ilustración: Gabriel Hernán Ramírez


El asesinato de la joven catamarqueña representó un antes y un después en la provincia, al destapar una práctica habitual de los “hijos del poder”. El caso movilizó a la sociedad y se nacionalizó. Tres décadas y media después, María Soledad Morales es símbolo de los sueños cercenados por la corrupción política que marcó un estilo feudal de gobierno.



El sábado 8 de septiembre de 1990 las principales noticias del país giraban alrededor de la final del Abierto de Estados Unidos que Gabriela Sabatini iba a jugar frente a Steffi Graf y nuevos despidos en la estatal ENTel. A 1.129 kilómetros de Capital Federal, en San Fernando del Valle de Catamarca, entre las últimas horas del viernes y las primeras del sábado, se había organizado un baile en el boliche Le Feu Rouge llamado La Noche de la Sorpresa.


Con esa fiesta, las alumnas del Colegio del Carmen y San José de la capital catamarqueña buscaban recaudar fondos para un viaje de egresadas y costear los pasajes de cinco compañeras. Entre ellas, María Soledad Morales, que en esa madrugada vio pasar un Fiat 147 manejado por un muchacho flaco, morocho, distante. Les gritó a sus amigas: “¡Ahí va Luis!”.


Quien manejaba era Luis Tula. María Soledad estaba enamorada de ese hombre doce años mayor que la acababa de despreciar dejándola al borde del llanto en la esquina, rodeada de las amigas a las que hacía poco les había contado que estaba saliendo con Tula.


Esa madrugada, cuatro días antes de cumplir los 18, María Soledad despidió a sus amigas. Se iba a la parada de colectivos que estaba a tres cuadras de allí. “No tenía plata para viajar y pensaba usar su abono escolar. Aunque nosotros sabíamos que ella tenía la esperanza de que Tula pasara de nuevo, a buscarla”, relató luego María Alejandra Olivera, presente en aquella última escena. Las jóvenes no sabían que Tula estaba casado con una mujer llamada Ruth Salazar. Sí conocían, como todos en la región, que Tula era cercano al poder. Amigo de un círculo de impunidad.


A las pocas horas, Elías Morales llamó desesperado a las amigas de su hija: María Soledad no había vuelto a la casa. Ese 8 de septiembre fue drogada, violada, asesinada y arrojada en un descampado a la vera de la ruta. Los perpetradores del crimen eran “hijos del poder”. Guillermo Luque (hijo del entonces diputado nacional Ángel Luque, expulsado de la Cámara baja tras afirmar: “Tengo el suficiente poder y la estructura como para que ese cadáver, si lo hubiera matado mi hijo, no apareciera nunca más”), Diego Jalil (sobrino del intendente de la ciudad en ese momento, apellido que se mantiene hasta hoy en la provincia), Arnoldito Saadi (primo del gobernador de Catamarca y propietario de la camioneta a la que subió María Soledad por última vez) y Miguel Ferreyra (hijo del jefe de la policía) fueron algunos de los involucrados.


Lo que vino después fue un derrotero de impunidad: se perdieron pruebas, se presionó a testigos, se intentó encubrir. Y dos juicios: el primero anulado por parcialidad evidente de un magistrado y finalmente el segundo, donde se probó que Luis Tula pasó más tarde esa noche a buscar a la adolescente, asegurándose de que estuviera sola. Testigos señalaron que la llevó al boliche Clivus, donde la presentó a un grupo de hijos de funcionarios y de jefes policiales.


El cuerpo de la adolescente fue descubierto por trabajadores de Vialidad, dos días después de su asesinato, a siete kilómetros de la ciudad sobre la Ruta Nacional 38. Estaba casi irreconocible. El comisario general de la policía catamarqueña, Miguel Ángel Ferreyra, ordenó que lo lavaran para borrar las huellas. Lo hicieron en la morgue tres bomberos, obligados por el oficial Leguizamón, con mangueras a presión.


EL SILENCIO


Para averiguar qué había pasado con su compañera, las estudiantes le avisaron a la hermana Martha Pelloni –rectora del colegio católico– que querían marchar. La rectora ya estaba al tanto de amenazas y pidió que sus familias las autorizaran. Las amigas le dijeron que no se preocupara: caminarían en silencio. Fueron 82 movilizaciones conocidas como “Marchas del Silencio”, que arrancaron en Catamarca y terminaron en Buenos Aires, con el tema nacionalizado y un promedio de 30 mil personas.


“Hay dos modos de pensar el silencio: uno es hacerlo presente, asociarlo a la falta de posibilidad de articular palabras. Las formas de expresar un duelo son el silencio o el grito. Pero además, desde una perspectiva absolutamente instrumental, lo que hace en las marchas el silencio es que evita la proliferación de consignas. Hay una consigna única.” Quien habla es Mónica Szurmuk, autora junto a Marcelo Bergman del artículo científico “Memoria, cuerpo y silencio. El caso María Soledad y la demanda de derechos de ciudadanía en los 90”.


“El silencio es una estrategia como fue la estrategia de las Madres de Plaza de Mayo de caminar alrededor de la pirámide, de buscar formas nuevas de expresarse, y que tiene un elemento continuo en la historia de los movimientos por reivindicaciones de género en la Argentina, que es la idea de hacer propio el espacio público. Y hay pocas cosas que sean tan poderosas como el silencio”, acota.


Encuentra un antecedente clave en las marchas de la dictadura: “A partir de la lucha de organizaciones de derechos humanos años antes, especialmente las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, se empieza a leer de otro modo la violencia contra los cuerpos, sobre todo los feminizados, y se empieza a leer de otra manera al poder político, eclesiástico, al sistema judicial. Cuando pasó lo de María Soledad, los poderes provinciales actuaron como lo hacían hasta ese momento. Pero algo había cambiado en la sociedad civil, que ahora miró de manera diferente”.


Bergman añade: “Lo novedoso no es que se haya abusado de una chica, con lo que conocemos, sino que movilizó a una sociedad entera en reclamo por justicia, y que la gente de poder pagó un precio por esos abusos”.


CATACLISMO POLÍTICO


Con el retorno de la democracia en 1983, Ramón Saadi asumió la gobernación de Catamarca. En 1987 lo sucedió su padre Vicente Leonides Saadi, que fallecería a los ocho meses de asumir. En 1988 volvió Ramón al Ejecutivo provincial, donde se convirtió en el principal promotor de Carlos Saúl Menem en la campaña presidencial. En esos años ya se hablaba de “régimen de familia feudal” pero todo seguía igual. Hasta el asesinato de María Soledad.


Cuando el tema se nacionalizó, Menem debió hacer algo. Decidió enviar al subcomisario de la Policía Bonaerense y represor Luis Abelardo Patti para que se hiciera cargo de la investigación junto con el jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, Enrique Saladino. El juez del caso, José Luis Ventimiglia, fue testigo de cómo Patti insistía con torturar a los acusados y a los testigos.


La intención del enviado por Nación era hacer encajar el asesinato como un “crimen pasional” y que solo hubiese un culpable: Luis Tula. Dejaba de lado las redes de narcotráfico y trata. Recién a fines de febrero aparecieron los resultados de la tercera autopsia encargada por el Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. A la joven le habían inyectado a la fuerza una dosis letal de cocaína. El 2 de marzo de 1991 el juez expulsó del caso a Patti. Y un mes después, el 17 de abril de 1991, Menem decretó la intervención federal de los poderes Ejecutivo y Legislativo de Catamarca. Ramón Saadi fue destituido, aunque continuó los años siguientes como diputado y senador provincial. Murió en febrero de 2023. En 1991 triunfó el Frente Cívico y Social, liderado por el radicalismo y disidentes peronistas, que se creó en medio de las Marchas del Silencio.


Marcelo Gallo es secretario de redacción del periódico catamarqueño El Ancasti. Recuerda el 8 de septiembre de 1990: “Fue conmocionante, no porque no hubiese crímenes aquí, pero no había antecedentes de esa ferocidad: chica de clase media baja conocida, ultrajada, el cadáver tirado. Las primeras hipótesis respecto de la participación de los ‘hijos del poder’ empezaron a las dos o tres semanas, con supuestos testigos. Y empezó a cobrar fuerza porque una semana después del crimen, en la primera Marcha del Silencio, impulsada por los propios compañeros y otras escuelas secundarias, hubo cierto intento del poder político provincial de frenarla”.


Sostiene que “en ese momento había un proyecto político bastante autoritario que se había ido asentando en Catamarca, y que eran muy conocidas las denominadas ‘patotas saadistas’. Eran como grupos de choque en temas políticos y en la vida en general, de una sociedad en la que nos conocíamos todos, entonces la aparición de algunos personajes que integraban estas patotas hizo que fueran hipótesis plausibles, la gente las pudo creer porque eran razonables. El gobierno de Saadi ya venía cercado por otras denuncias de autoritarismo, de corrupción, y esta fue como una gota que rebalsó el vaso; la gente perdió el miedo y empezó a salir a la calle y marchar”.


Las Marchas del Silencio empezaron a multiplicarse: “El silencio está muy identificado con Catamarca, es una sociedad muy vinculada a la Iglesia (que ha sido aquí históricamente muy conservadora y cercana al gobierno), donde hay procesiones que son marchas masivas en silencio. En este caso era un silencio estruendoso, bajaban por una de las calles hasta llegar a la plaza principal, eran miles y miles. Iba mucho más allá del caso judicial, estaban pidiendo un cambio profundo, institucional en Catamarca”.


¿Hubo un antes y un después en Catamarca con el crimen de María Soledad? “Creo que hubo un cambio, en el sentido de un pueblo movilizado que le puso un límite al gobierno. Los propios medios empezamos a darles más cabida a los reclamos populares. Después hubo cosas que no prosperaron: las denuncias de corrupción quedaron ahí, el Frente Cívico y Social se adaptó a las políticas de ajuste del menemismo, y empezó la actividad minera extractivista. La expectativa de una sociedad más igualitaria y justa se vio frustrada.”


JUICIOS Y DEUDAS PENDIENTES


En marzo de 1996 se dio el primer proceso judicial. Fueron 21 audiencias que no llevaron a ningún lado. O sí: mostraron hasta dónde podía llegar la influencia del poder político y económico en su intento por desviar la investigación. Terminó en suspensión y escándalo.


El debate en el que se juzgaba a solo dos acusados, Guillermo Luque y Luis Tula, fue transmitido en directo por televisión y cautivó a la opinión pública a nivel nacional. El desfile de testigos era seguido con avidez, como si se tratara de una telenovela. Y el escándalo aconteció así, a la vista de todo el mundo.


A través de la pantalla se vio cómo Juan Carlos Sampayo y María Alejandra Azar, dos de los integrantes del tribunal, se hacían una seña: un gesto para rechazar un pedido de detención por falso testimonio contra una testigo que había cambiado su versión para beneficiar a los acusados.


Tras la polémica seña vista por televisión y utilizada como fundamento de la querella para pedir la recusación de los dos jueces involucrados, el tribunal prohibió la transmisión de las audiencias. La decisión causó indignación. Ante el silenciamiento del juicio reflotó la convocatoria a marchar en silencio después de seis años de la última manifestación.


El final de la transmisión precipitó el final del juicio. Si bien la Corte de Justicia de Catamarca rechazó el planteo de recusación contra los jueces Sampayo y Azar, la renuncia del presidente del tribunal –Alejandro Ortiz Iramaín, con una incendiaria carta– obligó a suspender el proceso para conformar un nuevo tribunal.


El segundo proceso judicial comenzó al año siguiente. Fueron 87 audiencias que llevaron a dos condenas históricas. Aunque para muchos y muchas quedó la deuda pendiente de profundizar la investigación para dar con otros participantes y enjuiciar también a encubridores y cómplices que –entre otras cosas– habían motivado el fracaso del primer juicio.


Se realizó entre 1997 y 1998, también con transmisión televisiva en directo. El nuevo tribunal estaba integrado por Santiago David Olmedo de Arzuaga –de Santiago del Estero–, Jorge Raúl Álvarez Morales –de San Juan– y Edgardo Rubén Álvarez, catamarqueño.


Los tres tenían custodia y, en más de una ocasión, admitieron miedo y presiones. El fiscal, Gustavo Taranto, también su frió amenazas. Pese a todo, el juicio pudo completarse.


Tras escuchar a 372 testigos, Taranto mostró una foto de María Soledad y la pegó en la pared de la sala. Su discurso impactó, ante esa mirada congelada de la joven víctima: “María Soledad nos dice, señores miembros del tribunal: ‘Me drogaron y yo no quería’. Y yo le creo. María Soledad nos dice: ‘Me violaron y yo no quería’. Y yo le creo. ‘Esa persona me golpeó y tragué mi propia sangre.’ Y yo le creo. María Soledad no tiene razones para mentir”.


El peso de esas palabras aún resonaba cuando se conocieron la sentencia y las condenas: 21 años de cárcel para Luque como coautor de la violación seguida de muerte y nueve años para Tula, como partícipe secundario. Marcelo Gallo lamenta que con los encubrimientos y las interferencias (políticas, policiales), con manipulaciones, testigos adoctrinados, se terminó “distorsionando todo el caso y quedó una sensación general de que no se llegó a esclarecer totalmente el crimen. Algo quedó pendiente”.


TEÑIDO DE POLÍTICA


Luque salió en libertad el 11 de abril de 2010, tras catorce años de cárcel. Tula, mucho antes: el 22 de abril de 2003, luego de cinco años en prisión, en los que estudió Derecho. Uno de los reclamos que sostuvo Ada Rizzardo, mamá de María Soledad, fue que no completaron sus condenas en el encierro.


Silvia Barrientos es abogada en Catamarca y suele cruzarse a Tula en Tribunales: “Cuando uno ve esa figura, inmediatamente recuerda. Jamás puedo dejar de asociarla a la causa y pensar en ella: una niña que, si todo hubiera pasado hoy, no hubiera sufrido tanto encubrimiento. Porque no había leyes como las que podemos invocar hoy en casos que se resolvieron encausados en violencia de género”.


Pionera como abogada penalista en incluir la perspectiva de género en los litigios de Catamarca, Barrientos plantea que el crimen de María Soledad marcó un quiebre a nivel político, pero no sentó jurisprudencia en materia de género.


“Fue un quiebre en la sociedad. Cayó un sistema político y se instaló otro. Pero el tema no está tomado en Catamarca como el símbolo de la violencia de género. Porque estaba muy teñido de política. Es indudable que los acusados fueron bien condenados y se probó lo que hicieron, pero hoy les cabría el agravante de femicidio (incorporado al Código Penal en 2012).


Se beneficiaron con la falta de leyes en ese aspecto. En ese sentido no es un caso paradigmático para que la Justicia lo tome como jurisprudencia de la que se tenga que valer”, señala. Aún hoy “cuesta mucho que se encuadren las causas como violencia de género en la provincia”.


Lamenta que María Soledad no tenga mayor presencia en la sociedad catamarqueña: “Cuando se cumplieron treinta años se hizo un homenaje y no eran más de diez en el monumento. Me dio mucha tristeza. Pasó mucho tiempo. La juventud que entonces salió a manifestarse hoy, por apatía o desconocimiento o por la inmediatez de cómo se vive, no mira para atrás. Hay menor involucramiento. En los grupos feministas tampoco se toma a María Soledad como símbolo de víctimas de violencia de género”.


DEL SILENCIO A LA PALABRA


“Al hijo de Beba Luque se le murió una chinita”, fue el comentario que se le atribuyó a Alicia Cubas, madre de Ramón Saadi, durante el segundo juicio por María Soledad.


El término utilizado no llamó la atención: solía emplearse de forma despectiva para referirse a jóvenes provincianas de piel oscura y clase popular. Un término relacionado además con el concepto del “chineo”, violación sistemática de niñas indígenas por parte de “criollos”, en un abuso sexual y de poder disfrazado de práctica ancestral. Algo de eso podía encontrarse en las prácticas de los “hijos del poder”: como si el género y la posición social les permitieran disponer de cuerpos femeninos, jóvenes y pobres.


El caso de María Soledad es emblemático. Pero no es el único. Hubo “fiestas”, hombres de poder, complicidad política y/o policial también en los femicidios de Leyla Nazar (22 años, en Santiago del Estero) o Natalia Melmann (15 años, en Miramar), por nombrar solo algunos ejemplos.


“Las provincias eran feudos y tanto Catamarca como Santiago del Estero cayeron por un femicidio y un triple femicidio. Cuando hoy se quiere descalificar al feminismo como algo urbano, porteño, era algo muy intrínseco, aun cuando no fuese un feminismo definido con palabras y que lo hiciera una monja como Martha Pelloni”, analiza Luciana Peker, periodista especializada en género.


“Ahí hay algo muy importante –señala a Caras y Caretas–. La corrupción política se ligaba con la corrupción policial y parte de esa corrupción era el cuerpo de las chicas jóvenes. Eso es algo muy central y es algo a lo que se le pone un corte después de Catamarca, Santiago del Estero, Miramar. No es que no pase más, pero hoy no hay situaciones similares naturalizadas. Que un tipo pida a chicas como parte de una fiesta, que conquiste a una chica en la secundaria y se la lleve como parte de pago y la pueda llegar a matar y quedar encubierto con el poder político… eran cosas que antes pasaban como si nada. El caso María Soledad marcó un límite.”

No hay comentarios.:

Publicar un comentario