¡Se están tirando con "detodo"! Luis D'Elía, el ex piquetero K, le saltó a la yugular al "Hijo de la Gran Kuka"

La disputa entre Máximo Kirchner y Axel Kicillof por la conducción del kirchnerismo dejó de ser una pulseada interna para transformarse en un problema público: la pelea por el control de las bancas y las cajas se está llevando la agenda mientras el peronismo sufre una crisis de representatividad y retrocede en encuestas y batallas territoriales.
Lo ocurrido en las últimas semanas —convocatorias para renovar la conducción del PJ provincial, cruces públicos y la creciente intervención de intendentes— muestra que la discusión interna se volvió prioritaria para la dirigencia kirchnerista, y no precisamente por una estrategia de renovación.
Máximo, al frente de La Cámpora y con intenciones de mantenerse al mando del PJ, y Kicillof, que busca consolidar su liderazgo territorial y político, chocan por símbolos y control partidario en un momento en el que la oposición —y sobre todo La Libertad Avanza— avanza con fuerza en la provincia.
Esa tensión no es anodina: mientras resuelven quién manda en el partido, la falta de unidad complica la aprobación de medidas clave (como el presupuesto provincial) y diluye la capacidad del peronismo para ofrecer una alternativa coherente al electorado.
Analistas y dirigentes ya advierten que la pelea por cargos reproduce la dinámica del desgaste y aleja a votantes desencantados que exigen soluciones concretas y no internas partidarias.
La erupción pública de voces críticas dentro del propio espacio —como la del dirigente Luis D’Elía, que en un post en redes acusó a Máximo de “boicotear” al gobernador y lo conminó a “volver a Santa Cruz” para “no deshonrar la memoria” de Néstor Kirchner”— refleja la gravedad de la fractura.
El mensaje de D’Elía revela que las internas ya no se dirimen solo entre cuadros sino en el espacio público, con el costo de imagen que eso conlleva.
Políticamente, el costo es tangible: el peronismo bonaerense, tradicional bastión electoral, ve cómo su relato y su capacidad de gestión se erosionan en simultáneo. La discusión sobre candidaturas, control partidario y diferencias estratégicas ocupa titulares y redes cuando lo que la ciudadanía reclama son respuestas a la inflación, la seguridad, la falta de inversión y la inflación política que perciben en la dirigencia. En ese vacío, otras fuerzas capitalizan el descontento.
Desde el punto de vista electoral, la pelea interna proyecta debilidad. Las internas duras —y sobre todo las que se ventilan públicamente— envían señales de falta de cohesión y despiertan desconfianza entre intendentes y referentes territoriales que necesitan un frente unido para competir en 2027.
Kicillof ha buscado armar una alternativa con intendentes críticos del kirchnerismo; Máximo, en cambio, apuesta a preservar espacios de poder partidario que le aseguren influencia futura. Esa dualidad de objetivos no sólo fragmenta recursos sino que también dispersa el mensaje ante el votante.
La escena que se repite —tuits, reproches públicos, llamados a “volver a Santa Cruz”— deja al descubierto una verdad incómoda para el kirchnerismo: la interna se come tiempo, energía y capital político justo cuando la oposición acelera y la sociedad exige soluciones.
Si los liderazgos cristinistas insisten en dirimir diferencias en público, el resultado será una sangría de credibilidad que ningunos recursos comunicacionales podrán tapar fácilmente.
Mientras Máximo Kirchner y Axel Kicillof se disputan el tablero interno, la realidad electoral y social avanza sin que el peronismo ofrezca una respuesta unificada. Los cruces —y las escaramuzas públicas como la de D’Elía— no hacen más que acelerar el desgaste de un espacio político que había resistido décadas de crisis con aparato y relato. Hoy, sin unidad y con la agenda consumida por cuestiones internas, el kirchnerismo corre el riesgo concreto de perder no sólo poder orgánico sino también la confianza del electorado bonaerense
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