Milei frente al poder de su hermana
El Presidente está enfrentado al feminismo, pero Karina es la que maneja gran parte de su gobierno. La tensión psicológica entre ambos.
James Neilson
Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986)
REVISTA NOTICIAS
Karina Milei por Pablo Temes
De todos los políticos argentinos, Javier Milei es por lejos el más explícitamente macho. Gritón, combativo, jactancioso y de habla grosera, en público actúa como una caricatura del troglodita de las tiras cómicas que, para los feministas, es un ogro maligno que hay que disciplinar. Así y todo, el macho alfa de la política nacional no ha vacilado en ceder muchísimo poder a su hermana Karina, una mujer que maniobra de manera muy femenina para aislar y entonces cancelar a sus rivales, sean éstos hombres como Santiago Caputo que se resisten a subordinarse a sus órdenes u otras mujeres, como la vicepresidenta Victoria Villarruel o las ex novias Fátima Florez y Yuyito González, que amenazan con privarla del papel de sostén emocional de su hermano. Por cierto, no cabe duda de que su influencia es decididamente mayor que la de las señoras esposas de otros presidentes con la presunta, y nada anecdótica, excepción de las de otro personaje bien machista, Juan Domingo Perón.
Puede que exageren aquellos que, entre veras y burlas, afirman que, en la Argentina, Karina manda y deja a su hermano jugar con la macroeconomía, pero no será por mucho. De acuerdo común, la hermana -muchos dicen “hermanísima”- fue la arquitecta principal del gobierno poselectoral en que Diego Santilli ocupa el lugar de ministro del Interior que hasta el último momento había esperado llenar el asesor Caputo, y Manuel Adorni remplazó a Guillermo Francos como jefe de Gabinete. Es legítimo suponer que, de no haber sido por el miedo a desairar a su hermana y exponerse así a tensiones psicológicas insoportables, Javier hubiera obrado de otro modo. Bien que mal, se trata de un factor que los interesados en las vicisitudes de la gestión accidentada del presidente libertario tienen que tomar en cuenta.
Aunque la Argentina tiene fama de ser muy machista, aquí la influencia social y política de la mentalidad femenina ha sido llamativamente más fuerte que en casi todos los demás países de tradiciones occidentales. Es por lo tanto razonable preguntarse cuánto contribuyeron a la decadencia prolongada actitudes que fueron impulsadas por Evita Perón, Isabelita y Cristina que, como mujeres, privilegiaban sus emociones personales por encima de la fea racionalidad económica.
Hoy, en docenas de países los varones propenden a ser mucho más “derechistas” que las mujeres que mayoritariamente favorecen los remedios colectivistas propuestos por la izquierda, pero por motivos comprensibles, pocos quieren reconocer que, desde tiempos prehistóricos, hombres y mujeres siempre han asumido posturas muy distintas ante los problemas de las comunidades en que viven. Habrá excepciones, ya que mandatarias formadas en sociedades largamente regidas por hombres, como Margaret Thatcher y Golda Meir, no se destacaron por su adhesión a criterios políticos que sus adversarios hubieran denostado como maternales aunque, en sus respectivas vidas privadas, se desempeñaron como amas de casa tradicionales.
En cambio, la alemana Angela Merkel, que empezó su gestión cuando la británica y la israelí ya se habían alejado del poder, se sintió tan conmovida por las lágrimas de una joven palestina que, de un día para otro, permitió entrar a más de un millón personas procedentes del Oriente Medio, provocando así una situación potencialmente explosiva que el canciller actual Friedrich Merz está procurando desactivar. También optó “Mamá Merkel” por cerrar todas las plantas nucleares; por motivos que parecen estar vinculados con el temor a que las actividades nucleares afecten a los aún no nacidos, en todas partes las mujeres son mucho más propensas que los hombres a oponerse al uso de la energía atómica.
Según la ensayista norteamericana Helen Andrews, buena parte de lo que está ocurriendo política y socialmente en su propio país y en el resto del mundo occidental se debe a lo que llama “la gran feminización”, el título de un artículo que fue publicado hace poco en Compact que ha motivado debates apasionados en Estados Unidos. Andrews señala que, además de desmoralizar a muchos hombres que se sienten injustamente postergados y denigrados, el avance, al parecer irrefrenable, de mujeres en las instituciones académicas, legales y culturales, sobre todo en los medios periodísticos, además de las empresas editoriales que ya dominan, y en el mundo del trabajo en que importan cada vez más las tareas oficinescas y menos aquellas que exigen fuerza muscular, está teniendo consecuencias negativas a causa de su proclividad a marginar a quienes a su juicio violan las reglas sociales que fijan. No suelen tolerar la conflictividad que para los hombres es natural y que, andando el tiempo, hace posible el progreso material. La ensayista califica de algo típicamente femenino la llamada “cultura de la cancelación” y dice que “todo lo que consideramos woke es simplemente un epifenómeno de la feminización demográfica”.
En efecto, liberadas del hogar, las mujeres, con la ayuda de leyes destinadas a hacer ilegal cualquier intento de frustrar sus aspiraciones, están poniendo fin a la hasta hace poco raramente cuestionada supremacía masculina. Están protagonizando una revolución que, de consolidarse, tendría repercusiones tan profundas, o más, que las basadas en ideologías políticas.
Si bien Andrews misma reconoce que se ha visto beneficiada personalmente por los cambios sociales y culturales desatados por la rendición incondicional del “patriarcado” a inicios del siglo actual -un acontecimiento que abrió las puertas para que una multitud de mujeres se apoderaran de muchos espacios que durante milenios habían estado reservados para hombres-, entiende que la feminización de las sociedades occidentales las hará mucho menos dinámicas. Prevé que en adelante sean más conformistas y por lo tanto menos dispuestas a permitir iniciativas costosas, como las relacionadas con los programas espaciales públicos y privados, que podrían calificarse de quijotescas pero que, a la larga, darían pie a innovaciones positivas.
Con todo, a pesar del pesimismo que siente, Andrews pasó por alto el impacto de la revolución feminista en la tasa de natalidad. El “empoderamiento” de las mujeres la ha hecho caer hasta tal punto que países como Japón, Corea del Sur, China, Rusia, Italia, España y docenas de otros, entre ellos la Argentina, corren el riesgo de verse borrados del mapa en el futuro no muy lejano. Dicho de otro modo, es más que posible que el triunfo de la revolución feminista sea incompatible con la supervivencia del género humano.
Sea como fuere, a primera vista las credenciales machistas de Milei lucen impecables. Ha enfurecido a los feministas locales oponiéndose a ministerios que fueron creados con el propósito de consolidar las conquistas sociales que ya habían logrado porque en su opinión eran discriminatorios. Es enemigo declarado del wokismo. No cree que el “feminicidio” sea peor que el “homicidio” y, desde luego, es contrario a los esfuerzos progres por eliminar el sexismo que es congénito al idioma español mediante la construcción del extrañísimo y, para muchos, delirante dialecto “inclusivo” que cuenta con la aprobación de kirchneristas fascinados por ideas novedosas procedentes del odiado “imperio” estadounidense.
Así y todo, si bien Milei brinda la impresión de estar convencido de que el feminismo es hostil al anarco-capitalismo sumamente competitivo y meritocrático con el que sueña, no parece capaz de resistirse a las artimañas femeninas de su propia hermana Karina que se las han arreglado para remodelar el gobierno que formalmente encabeza.
Se trata de un premio que Javier le ha otorgado por haber apostado a que La Libertad Avanza superara al peronismo y “pintara de violeta” al país en las elecciones legislativas de dos semanas atrás, pero sucede que virtualmente nadie cree que aquel triunfo se haya debido al genio estratégico de la primera hermana. El consenso es que incidió mucho más la voluntad de millones de personas de asegurar que el país no cayera nuevamente en manos de los kirchneristas, un peligro que, como Cristina sabe muy bien, pareció inminente merced al resultado desastroso para el gobierno mileísta de los comicios locales bonaerenses. En cuanto al aporte de Karina, hay motivos de sobra para sospechar que, puesto que tuvo mucho que ver con las tribulaciones sufridas por los mileístas en los meses que precedieron a las elecciones, es factible que, sin su presencia en el poder, LLA habría obtenido aún más votos que los que terminó consiguiendo.
De todas formas, por ser la Argentina una nación intrínsecamente caudillista, el que el presidente dependa tanto de su hermana, cuyas opiniones acerca de las alternativas concretas frente al país, si es que las tiene, siguen siendo un misterio, es un detalle muy significante. Por mucho que Javier Milei se oponga intelectualmente a las teorías feministas, se siente constreñido a adaptarse a las pretensiones de Karina que, acaso sin proponérselo, piensa y actúa como una mujer y no titubea en aprovechar las ventajas así supuestas en una época en que, por primera vez desde que el mundo es mundo, están derribándose las barreras entre los dos sexos en que se divide el género humano.















































